jueves, 9 de abril de 2009

Derek Bailey


En menudos líos me metes. Decía Deleuze que hablar de música es lo más difícil que hay, y nosotros sabemos lo cierto que es, ¡pero hablar de Derek Bailey ya se me hace casi imposible! De manera que me pides que hable al respecto y me metes en un problema enorme. Para colmo, está en las antípodas de lo que estoy escuchando estos días. Así que intentaré empezar por lo más sencillo: mi vida.

Conocí a Bailey, como a tantos otros, vía John Zorn, pero no recuerdo bien a través de qué disco. Posiblemente, la primera vez que escuché a alguien hablar de él fue a Pablo Gregor, que tenía el cd con el trío de Zorn, Bailey y William Parker, Harras, editado en Avant. No sé si fue eso lo primero que escuché de él, pero sí fue ahí que el interés se convirtió en devoción: al final de su último tema, tras unos minutos de silencio, Bailey hace un solo largo, de unos ocho minutos. Y ocurrió el flechazo, aunque repito que todo es un poco dudoso… pero sí recuerdo la impresión, el quedarme blanco, maravillado, arrebatado, en pleno éxtasis, con la sensación clara de encontrarme ante algo mágico. A cada uno le da por una cosa, y yo, que estaba un poco raro en aquella época, me dio por escuchar ahí el sonido de las estrellas. No es raro, con ese despliegue de armónicos que no tiene igual: un armónico es, en el plano sonoro, el equivalente de la caída de una gota de agua, de un destello lumínico fruto de un reflejo, algo que la materia se arranca a sí misma y que es ella pero a la vez intenta ser algo más, la gota que quiere ser el mar, el cristal que quiere ser pura luz… La guitarra de Bailey quiere, desde ella, ir más allá de sí misma. A mí Bailey me coincidió creo con empezar a tocar el piano en el conservatorio, y descubrir en mis propias manos las posibilidades de la polifonía. Saxofonista como era yo, me entrenaba en la nota única precedida por una nota y seguida por otra. Tomas entonces el piano y puedes dar 10 a la vez, y alucinas como un niño, sobre todo un loco de la disonancia como yo, alguien a quien dos notas desafinadas siempre le van a sonar mejor que dos a tono. Y Bailey entonces, para mí, era un tipo que sacaba el partido lógico a las posibilidades de la polifonía, desencadenaba una multitud de sonidos que chocaban, que no se llevaban bien, o que a lo mejor sí, tan bien precisamente como las estrellas en el cielo, cada una con un brillo particular, un tamaño, una posición… Si las estrellas sonasen, seguro que no lo harían manteniéndose acorde con la armonía occidental. Ya Kepler, gran astrónomo pero también encendido místico, estudió la música de las esferas celestes y observó que nuestros sistemas armónicos no encajaban con la armonía divina, que producía notas disonantes y de valores larguísimos. Por tanto, la música de Dios es disonante y muuuuuyyyyyyyyy aburrida. Ahora, quitemos a Dios de en medio y fíjate lo bien que se pone el asunto. La única diferencia es que Bailey no es aburrido. De hecho, en lo que yo le he escuchado, suele ser más bien rápido. El solo del final de Harras me entró bien tal vez porque toca algo más reposadamente de lo que estoy habituado a escucharle, lo que permite apreciar con más intensidad las diferencias de sonido, afinación o volumen entre las distintas notas, y te da tiempo para ir metiéndote entre ellas, ir habitando esa forma de pensar. Si le coges el ritmo y sigues bien la apuesta, podrá embalarse después todo lo que quiera que ya no lo sueltas. Ese aspecto rudo al principio, agreste, rocoso, se va desvelando sutil, elegante, cómico, arriesgado y valiente… sientes esa ligereza que a veces adquiere Bailey, momentos en que parece que algo se está produciendo solo, como relámpagos en una tormenta o lluvias de estrellas fugaces. En otros momentos Bailey sí es rudo, agreste o crudo, pero en ese solo en el que a mí me atrapó, le sentí tocado por la mano de aquel dios kepleriano.

Hay otro aspecto que me llamaba la atención, en esa época en la que empezaba a conocer a guitarristas como Bailey o mi otro amor, Eugene Chadbourne. Me llamaba la atención algo que ya he oído en varios sitios por ahí: ¡a estos tíos parece que les encanta tocar la guitarra mal adrede! Notas desafinadas, sí, pero también mal dadas, digitación aparentemente tosca, las notas no suenan claras, limpias, suenan como cuando un niño coge una guitarra y se pone a tocar, que las notas le salen mal, pellizca mal las cuerdas, no aprieta adecuadamente en los trastes, en fin, todos saben de qué hablo. De que Bailey no suena como Reinhardt, ni como su amado Charlie Christian, ni tampoco como Fripp, Zappa, Vai, desde luego no como Scofield (gracias a dios), etc. No. Bailey suena como si quisiese no solo que sonase la nota, sino también la propia guitarra. Con el sonido de la nota, está siempre el de la cuerda, porque uno puede escuchar que esa nota la da una cuerda física de una guitarra física. Un micro va al amplificador, pero otro va a la guitarra. Sucede así también en Chadbourne. Es algo que sorprende mucho cuando lo descubres. Sería genial entender de música y de guitarra para poder explicar aquí cómo Bailey toca su instrumento, cómo hace para producir ese sonido que tiene algo de música y algo de ruido. Porque yo, lo que pensé enseguida, era que la apuesta consistía en llevar el instrumento a un límite donde se pone en juego su naturaleza por un lado de instrumento musical y, por otro, de objeto físico.

Y luego, claro está, hay que hablar de la improvisación. Bailey empezó en el jazz desde muy joven, y quería ser Charlie Christian, según le he oído decir en varias ocasiones. No sé cómo, ese proyecto acabó abandonándolo, supongo que por mera inteligencia: querer ser como otro no sirve para nada, pues el auténtico creador hace precisamente lo que no logra encontrar en otro sitio, crea lo que ve que nadie va a crear por él. En su libro sobre improvisación, Improvisation: its nature and practice in music, explica muy bien el modo en que del jazz fue metiéndose en la improvisación, analizando su trabajo en el Joseph Holbrooke Trio, que sostenía junto con Gavin Bryars y Tony Oxley. Es un texto muy técnico que no me veo capaz de traducir, pero quedémonos con que da el salto progresivamente, en la 2ª mitad de los 60. Luego dirá cosas muy duras sobre el jazz, que murió en 1958 y que renació de forma un poco turbia en los 80, pero reconozco que no entiendo muy bien lo que quiere decir con eso, a la afirmación nunca vi seguir una explicación. Pero lo que me interesa aquí es señalar qué es para Bailey la improvisación.

Para él, la música comienza históricamente con la improvisación. Es fácil de imaginar: el primer tipo que se puso a percutir unas piedras o lo que sea, seguro que se inventó sobre la marcha lo que hacía, esto es, improvisó. Luego, llega un momento en que la notación musical, que no deja de ser escritura, toma el mando, pero, para Bailey, la música es lo que surge del trabajo de un músico con su instrumento (la música es fruto de dos cuerpos físicos, materiales, el del músico y el del instrumento), y no del de un compositor sentado en su mesa o su piano. “La partitura enseguida dejó de ser el mero perpetuador de una tradición para convertirse en el instrumento de elaboración del trabajo musical mismo” (las citas las saco del libro de Bailey, y las traducciones son mías, eh). Si en un principio la notación sirve para registrar y así conservar música existente, muy pronto pasa a ser el modo de producirla, y entonces (y aquí está la clave) el músico pasa de productor a intérprete, intermediario entre el compositor como auténtico creador y el oyente. El trabajo del músico pasa de ser el producir, el crear música, a interpretar lo que otro tipo, en otro lugar, escribió en unos papeles. Bailey analiza el papel de la improvisación en la composición musical, y halla cosas interesantes (por ejemplo, con el Cobra de John Zorn, que consiste básicamente en crear una composición musical para improvisadores, mediante el sistema de estructurar la composición como un juego, con símbolos y reglas de funcionamiento determinadas que dan no obstante una gran libertad a los músicos porque, como dice el propio Zorn a Bailey, “un improvisador quiere tener la libertad de hacer lo que quiera cuando quiera”), pero siempre termina recabando en la improvisación como el único lugar donde el músico, productor por excelencia de la música, tiene la libertad para crear la que quiera del modo que quiera, sin restricción alguna por parte de un segundo que ni siquiera está presente.

La improvisación, por tanto, será la producción inmediata de música por parte del músico, no la interpretación de una composición. Una composición lo que hace es heredar la importancia de todo texto escrito, que por ser tal tiene una permanencia, una posibilidad de, pongámoslo así, “eternidad”. La música tiene en cambio una dimensión temporal y efímera: se produce en un determinado espacio y nunca se repite, a no ser que se grabe. Pero en su naturaleza está el sonido, que tiene un alcance limitado y una duración siempre relativa. La improvisación realiza todo esto. La apuesta personal de Bailey será por la improvisación no idiomática, esto es, no afincada en ningún tipo de estilo. “Improvisación libre” es otro modo de llamarla, pero creo más exacta la primera acepción: procura no seguir ningún tipo de idioma establecido. No es improvisación estilo jazz, rock, flamenco, ni nada por el estilo. Es un tipo que se pone a tocar en determinado momento en determinado lugar, y que toca lo que le apetece, sin sujetarse a género o tradición alguna.

Entonces, retomo algo que dije más arriba: la música se produce como fruto del encuentro de dos cuerpos: el del músico y el de su instrumento. El músico determina el sonido de su instrumento, pero las características de este no dejan de determinar a su vez la forma de trabajar del músico. El instrumento es el campo de trabajo del músico, y como todo campo de trabajo establece un radio de posibilidades para la acción. Armado con la guitarra que en cada ocasión le interese más, Bailey se constituye en un productor de música, un creador de estilo reconocible que es en virtud de su creación, de aquello que produce, que se encuentra con otros: Cyro Baptista, Dave Holland, Anthony Braxton, Steve Lacy, Buckethead, Peter Brötzmann, Evan Parker, Han Bennink… en fin, tantos y tantos a lo largo de 4 décadas de trabajo incansable. Bailey hizo del encuentro la esencia de la música, la esencia del trabajo del improvisador. Yo diría, incluso: la misión esencial del dogmático. Porque Bailey era un dogmático, se puede ver en varias entrevistas y en su propio libro cómo realmente considera- aunque respeta elocuentemente las otras opciones, y las conoce muy bien- que la improvisación es el modo de producción de música que más se identifica con lo que ésta es. Pero es entonces cuando este hombre, de ideas claras, rotundas, con una voz musical muy definida, un dominio técnico y hasta ideológico perfecto de su práctica, se encuentra, desde aquí, con otros. Y no serán solo gente cercana como Parker o Bennink, serán también Buckethead, Pat Metheny, Min Xiao Fen, Tacuma y Weston, incluso los Ruins y la música drum´n´bass (DJ Ninj, por cierto, no es Mick Harris, hay una entrevista muy divertida por ahí donde Bailey cuenta los pormenores de la grabación del Guitar, drum´n´bass, que fueron muchos y debidos, sobre todo, a la impericia técnica de Harris, que era al parecer incapaz de ecualizar adecuadamente el sonido conjunto de la guitarra y las bases de DJ Ninj, teniendo que grabar al final en el estudio de Laswell… por cierto… ¡esa entrevista me la pasaste tú!). Personalmente adoro a este tipo de dogmáticos, como sucede también con el chalado de Phil Spector, que se bate con autores totalmente ajenos a su estilo, como Leonard Cohen o los Ramones; me hace pensar en tantos filósofos que, habiendo conquistado un sistema, una visión filosófica muy definida, la confrontan entonces con campos externos a su práctica: en música, los resultados de esto suelen ser mucho más gozosos. Bailey, en sus célebres “festivales” Company, puso en contacto no solo músicos distintos sino también prácticas, dúo de músico y bailarín, por ejemplo. Más tarde, incluso músicos no improvisadores. Bailey dirá: “todo está diseñado para retirar lo más lejos posible cualquier preconcepción de cómo la música debe ser, hacer de la improvisación una necesidad, y mantenerla en el frente de la actividad”. La improvisación es una necesidad porque es en ella que la creación se mantiene viva, y el creador vive creando, dentro de su propia producción, él mismo producción (la producción musical para Bailey parece darse principalmente en el directo, y la grabación es más bien algo como un recuerdo, un souvenir casi, como los que yo tomo tuyos cuando pintas; la producción musical se da en un tiempo y un lugar, se da en un espacio durante determinado tiempo: “en todos sus roles y apariciones, la improvisación puede considerarse como la celebración del momento. Y, en esto, la naturaleza de la improvisación se asemeja con exactitud a la naturaleza de la música”). Estado gaseoso de la creación, lejos de la voz inamovible, lejos de las asociaciones estables que se encasquillan en su identidad común. Company tiene a la improvisación como fin en sí mismo: el encuentro, entendido como contacto de dos heterogeneidades. Bailey cita al trombonista Yves Robert: “tocar música improvisada es como escribir sin bolígrafo. Exige una gran concentración para escuchar todo lo que están haciendo los otros músicos y a la vez estar tocando tú mismo. A la vez, debes ser capaz de recordar lo que ha pasado el segundo antes y el minuto antes y mantener así en la mente la forma de lo que está sucediendo, cómo se está construyendo la pieza. Todo depende de la gente con la que estás improvisando. A veces tocan de forma muy distinta a la tuya. A veces funciona perfectamente y otras hay demasiadas cosas ocurriendo. Obviamente, tienes que adaptar tu forma de tocar dependiendo de con quién estás trabajando”. Gran verdad: Bailey es siempre Bailey, pero no toca igual con todos. Nuevamente, no entender cómo funciona una guitarra, una batería, un contrabajo, etc., me impide demostrar esto, analizando las diferencias entre el Bailey del Saisoro y el del Cyro, el del Guitar, drum´n´bass y el del Royal volume one. Pero el que dude que los ponga, y escuche, y observará las diferencias, verá cómo Bailey busca siempre el modo de relacionarse con su(s) partenaire(s), y siempre es él pero no él solo, como tantos idiotas sordos dicen. El modo en que en su última década sobre todo, buscó el contacto con músicos ajenos al todo a su estilo, incluso no improvisadores, como es el caso de Min Xiao-Fen (o la sección rítmica de Wynton Marsalis, que al final no consiguió), es elocuente al respecto. Bailey siempre quiso tocar con otros. Incluso, si tocaba solo, se ponía la radio, o recitaba textos, para acompañarse a sí mismo. Como si la música fuese para él un arte que no puede ser solitario, tal vez por esa manera única en que se expande por el aire y el mundo, afectando siempre a otros, involucrando a los demás… tal vez porque la música siempre surge de la relación entre varios sonidos, como las disonancias de Bailey evidencian cuando toca en solitario… no lo sé, pero pocas veces un artista hizo tanto del encuentro con otros su norma y hasta su obligación como tal. Hasta yo creo que su terrible enfermedad la tomó como un encuentro, un encuentro inesperado de su cuerpo, que de repente lo forzaba a relacionarse de otro modo con su instrumento, lo que no quiso desaprovechar con una operación, que equivaldría a librarle de la compañía de un músico complicado con cuyo encuentro musical fuese especialmente difícil de lidiar. Carpal tunnel es una despedida emocionante, obra lenta y sentida pero a la vez tan íntegra, dura e inclemente como siempre. Una lección: la aparición de la enfermedad y la muerte es también un encuentro. Como tal, es posible extraer de ellas la creación, la novedad. Final ejemplo de la felicidad consustancial a la creación, tal vez. Ahora él está muerto y esa felicidad se perdió. Quedan las grabaciones, souvenirs de algo que en realidad ya no existe, como luz de estrellas muertas. Yo soñaba a menudo con ver a Bailey en directo, con más ahínco aún al saber que vivía en Barcelona, pero eso ya no pasará nunca, no asistiré a ese momento directo de la producción, a esa explosión única de felicidad creadora. Lo que puedo y podré alcanzar, solo puede ya extraerse de las sombras. Nadie descansa en paz.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hermoso texto, hermoso bailey

Anónimo dijo...

Qué bonito eso de que, en el fondo, no se pueda hablar de Bailey mismo, sino de lo que se capta de Bailey. Es algo místico.
Muchas gracias por el texto.